
Saludos mis estimados lectores. Hace unos días una estimada amiga asidua lectora de esta su columna, me envió un ensayo del ex ministro de Asuntos Exteriores británico David Owen, en el cual aborda el síndrome de Hybris o hubris, un concepto griego que puede traducirse como “desmesura”, y que en la actualidad alude a un orgullo o confianza exagerados en uno mismo. Llamado también enfermedad de la arrogancia o borrachera del poder, inicia desde una megalomanía instaurada (delirio de grandeza, poder, riqueza y omnipotencia) y termina en una paranoia acentuada.
Los griegos fueron los primeros que utilizaron la palabra "hybris" para definir al héroe que conquista la gloria y que, ebrio de poder y de éxito, comienza a comportarse como un dios, capaz de cualquier cosa. David Owen, en su libro "En la enfermedad y en el poder", habla de una patología que afecta a determinados políticos con alta responsabilidad de gobierno, que se inicia desde una megalomanía instaurada y termina en una paranoia acentuada. Llega un momento en que quienes gobiernan dejan de escuchar, se vuelven imprudentes y toman decisiones por su cuenta, sin consultar, porque piensan que sus ideas son las correctas. Y aunque finalmente se demuestren erróneas, que no han servido para nada, nunca reconocerán la equivocación y seguirán pensando que están en la senda de la verdad.
Este ensayo, estudio, o como quieran llamarlo, aborda magistralmente el exacerbado orgullo y la confianza tan exagerada que asumen la gran mayoría de nuestros gobernantes, y que conste, no me refiero a ninguno de nuestros excelsos y probos ex mandatarios estatales, ¡claro que no!, ni mucho menos a nuestras autoridades actuales, aunque pensándolo bien, mucha de esa patología que hace referencia el autor, fácilmente se le pueden endilgar a mas de uno. Pero eso usted estimado lector lo va ha decidir. Pero continuemos
Una persona más o menos normal, de repente alcanza el poder y al principio le asalta la duda de si será capaz de desarrollar esa actividad engrandecida de la política. Pero pronto sale de la duda porque empiezan a merodearle una legión de incondicionales que no cesan de felicitarle, darle palmaditas en la espalda y halagos, reconociéndole su valía. Y si al principio dudaba de su capacidad se transforma y comienza a pensar que está ahí por méritos propios. Y como no cesan los piropos y las palabras huecas ya se cree el rey del mambo, y de él arriba, ninguno.
Es esta una primera fase, pero pasa a la siguiente, en que cree totalmente en todo lo que hace, dice y piensa, en su narcisismo calenturiento, que menos mal que estaba ahí para solucionarlo. Si no es por él, todo se iría al traste. El iluminismo se apodera de él y su mundo se hace amplio, y el de los demás estrecho; el suyo ilimitado y el de los demás, casi inexistente. Se convierte en infalible y se cree insustituible. Y todo aquel que no asume sus ideas o las rebate ya es enemigo hasta personal y le indica el camino hacia el ostracismo.
Este trastorno psico-patológico se ha dado en muchos líderes mundiales; ahí están los casos de Churchill, Kennedy, o Bush, y quizás en este grupo haya que situar a Zapatero. Son líderes que no escuchan, que no aceptan decisiones que no sean las suyas, que creen están en posesión de la verdad, que no dan su brazo a torcer, que están ciegos ante las evidencias, que confunden la realidad con la fantasía. En fin, que viven en su mundo, se enrocan dentro de sí, no quieren saber nada de los demás y se sienten capaces desde su alta tribuna de enderezar entuertos, aunque estos se fortalezcan, se endurezcan y sus capacidades queden a ras del suelo.
Nunca entenderán por qué actúan así; dentro de su iluminismo caminan a ciegas y aunque terminen en la más absoluta soledad, antes de llegar dejarán muchos cadáveres en el camino.
A este connotado médico neurólogo y político se debe la descripción de este desequilibrio emocional que padecen algunos políticos, cuyos rasgos principales son: que se emborrachan de poder, que incurren en el ilusionismo caudillista, que son adulados por su entorno porque no soportan ser criticados y se perciben a si mismos como imprescindibles para evitar una debacle de la nación o del pueblo que dirigen. Los afectados por esta enfermedad del poder creen acertar en todas sus decisiones y disponer de conocimientos ilimitados, lo que le separa emocionalmente de la realidad en la que viven.
En esta distorsión de la personalidad del hombre de poder, la corte de aduladores que a ellos siempre les rodea, tiene una importancia central. Rígidos, egocéntricos, crueles, prepotentes y en el fondo, irracionales, jamás piden perdón y para ellos la verdad y la razón siempre están de su parte.
La sustancia que genera el cerebro y que hace que el poder sea una experiencia placentera y adictiva se llama péptidos opioides endógenos cuyo nivel en la sangre se puede determinar mediante un examen clínico. Entre sus principales síntomas podemos encontrar:
*Propensión narcisista a ver su mundo como un escenario donde ejercitar su poder y buscar la gloria.
*Excesiva confianza en su propio juicio y un desprecio por los consejos o las críticas de los demás.
*Pérdida de contacto con la realidad, a menudo vinculada con un aislamiento paulatino.
*Predisposición a lanzar acciones que le puedan dar una luz favorable con el fin de embellecer su imagen.
*Una preocupación desmedida por la imagen y la presentación.
*Una creencia de que antes de rendir cuentas, la única corte ante la cual debe responder es:
Una característica de
Jejeje, aquí bien cabria decir, que cualquier parecido con algún político de nuestro terruño querido, es mera casualidad, ya que cualquier semejanza es pura coincidencia. Pero aquí entre nos, ¿a quien le suena que padece del síntoma de
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